Recorriendo estos pueblos segovianos una cosa que me divierte son las historias que me cuentan los lugareños, aquí recopilo algunas que recuerdo, pero he de decir que no es lo mismo cuando te las cuentan esos abueletes, gracias a todos por contármelas.
En aquel pueblo, bien conocido por mi, por la bella iglesia que posee, el cura ya se iba a jubilar y un diácono le echaba una mano en sus oficios, en tener apañada la iglesia y darse a conocer en el pueblo para cuando cogiera sus votos regentar esa parroquia, la verdad es que el cura le daba muchos consejos, pues llevar un pueblo por el buen camino era difícil empresa y necesitaba prepararle para cuando el se jubilara, cosa esta que ya estaba deseando.
Aquel día no tenían culto pero el cura, Don Pedro, que a si se llamaba, se aburría un poco en casa y decidió pasarse por la iglesia a ver que hacía Julián, el diacono, y distraerse un poco con él, la puerta de la sacristía estaba abierta y se dirigió hacia allí, desde el quicio de la puerta la escena que vio dentro le dejó perplejo, el diacono de pies se estaba intentando veneficiar a una feligresa que tumbada patas arriba sobre una mesita necesitaba ya los beneficios de ese santo varón, cosa que este no acertaba pues la sotana se le caía una y otra vez, interponiéndose en tan agitada y embarazosa situación, por lo que Don Pedro intervino como buen consejero y recriminó a su discípulo: —con los dientes, Julián, sujeta la sotana con los dientes.
En otro cierto pueblo, que todos conocemos menos yo, me contó un señor viejecete (digo yo que será por la edad), que harto ya el cura de habladurías de los parroquianos, que decían que desde que llegó él al pueblo hace unos años los niños nacidos salían rubios y, que coño, que debían ser del cura pues este era rubio y de buen porte, y que nunca se dio tal caso en el pueblo, por lo que el cura en el sermón les dijo: —queridos feligreses habiendo llegado hasta mis oídos ciertas blasfemias sobre mi persona, debo deciros que, hombre, yo no digo que alguno no sea mio, pero, hombre, todos, todos.
Aquel marido recriminaba a su señora —mujer, sabes que me está jodiendo ya que el cura pase tanto tiempo en nuestra casa sin estar yo, —a lo que su señora replicó—, más me jode a mí, ¡pero como es tu amigo!.
En un pueblo que no recuerdo su nombre, el cura que asistía a los fieles se puso muy malito, tan malito que perdió la consciencia, no la conciencia sino la consciencia, el ama llamó a una ambulancia e inmediatamente le llevaron a un gran hospital de la capital, cercano al pueblo donde residía. Estaba el hospital tan petado, que le instalaron de momento en la planta de maternidad, la urgencia del enfermo lo requería. La vida tiene sus circunstancias ajenas a nuestras voluntades y una mujer que allí estaba de parto murió, dejando a su retoño huérfano, los doctores presentes, no sabiendo que hacer y donde colocar al neonato, pensaron colocárselo al cura, a buen seguro no le faltaría de nada, eran tiempos difíciles y estuvieron todos los presentes de acuerdo.
El cura salió de su enfermedad y pasaron los años, en el pueblo, para el cura y el Hijo del Cura (por todos llamado), tantos años como 18, la mayoría de edad para explicar a su hijo su procedencia, —hijo, he de decirte que yo no soy tu padre. —a lo que el hijo le contestó—: pero padre eso ya lo sabia, —no, hijo, no, yo soy tu madre, tu padre es el cura del pueblo de al lado.
Una conversación en un pueblo, en un ágape, después de las confirmaciones- Pues yo soy labrador como mi padre, y su padre señor obispo ¿también fue obispo como usted?... huy perdone, no me he dado cuenta que los obispos no tienen padre.
En aquel pueblo, bien conocido por mi, por la bella iglesia que posee, el cura ya se iba a jubilar y un diácono le echaba una mano en sus oficios, en tener apañada la iglesia y darse a conocer en el pueblo para cuando cogiera sus votos regentar esa parroquia, la verdad es que el cura le daba muchos consejos, pues llevar un pueblo por el buen camino era difícil empresa y necesitaba prepararle para cuando el se jubilara, cosa esta que ya estaba deseando.
Aquel día no tenían culto pero el cura, Don Pedro, que a si se llamaba, se aburría un poco en casa y decidió pasarse por la iglesia a ver que hacía Julián, el diacono, y distraerse un poco con él, la puerta de la sacristía estaba abierta y se dirigió hacia allí, desde el quicio de la puerta la escena que vio dentro le dejó perplejo, el diacono de pies se estaba intentando veneficiar a una feligresa que tumbada patas arriba sobre una mesita necesitaba ya los beneficios de ese santo varón, cosa que este no acertaba pues la sotana se le caía una y otra vez, interponiéndose en tan agitada y embarazosa situación, por lo que Don Pedro intervino como buen consejero y recriminó a su discípulo: —con los dientes, Julián, sujeta la sotana con los dientes.
En otro cierto pueblo, que todos conocemos menos yo, me contó un señor viejecete (digo yo que será por la edad), que harto ya el cura de habladurías de los parroquianos, que decían que desde que llegó él al pueblo hace unos años los niños nacidos salían rubios y, que coño, que debían ser del cura pues este era rubio y de buen porte, y que nunca se dio tal caso en el pueblo, por lo que el cura en el sermón les dijo: —queridos feligreses habiendo llegado hasta mis oídos ciertas blasfemias sobre mi persona, debo deciros que, hombre, yo no digo que alguno no sea mio, pero, hombre, todos, todos.
Aquel marido recriminaba a su señora —mujer, sabes que me está jodiendo ya que el cura pase tanto tiempo en nuestra casa sin estar yo, —a lo que su señora replicó—, más me jode a mí, ¡pero como es tu amigo!.
En un pueblo que no recuerdo su nombre, el cura que asistía a los fieles se puso muy malito, tan malito que perdió la consciencia, no la conciencia sino la consciencia, el ama llamó a una ambulancia e inmediatamente le llevaron a un gran hospital de la capital, cercano al pueblo donde residía. Estaba el hospital tan petado, que le instalaron de momento en la planta de maternidad, la urgencia del enfermo lo requería. La vida tiene sus circunstancias ajenas a nuestras voluntades y una mujer que allí estaba de parto murió, dejando a su retoño huérfano, los doctores presentes, no sabiendo que hacer y donde colocar al neonato, pensaron colocárselo al cura, a buen seguro no le faltaría de nada, eran tiempos difíciles y estuvieron todos los presentes de acuerdo.
El cura salió de su enfermedad y pasaron los años, en el pueblo, para el cura y el Hijo del Cura (por todos llamado), tantos años como 18, la mayoría de edad para explicar a su hijo su procedencia, —hijo, he de decirte que yo no soy tu padre. —a lo que el hijo le contestó—: pero padre eso ya lo sabia, —no, hijo, no, yo soy tu madre, tu padre es el cura del pueblo de al lado.
Una conversación en un pueblo, en un ágape, después de las confirmaciones- Pues yo soy labrador como mi padre, y su padre señor obispo ¿también fue obispo como usted?... huy perdone, no me he dado cuenta que los obispos no tienen padre.