El Antonio se bebía hasta el agua de los charcos, el bar era su medio natural, aquel día salió del bar a echar un cigarro y todos le avisamos, -ten cuidado fumas mucho, que fumar pone en el paquete que mata-, y no haciendo caso, se lio un cigarrillo y salió a la calle. No pasó mucho tiempo, cuando desde el interior vimos una deflagración por las ventanas, todos pensamos lo mismo, se ha acercado mucho la llama del mechero a su aliento y se ha inflamado. Pobre Antonio, apenas en unos segundos no quedó de él más que el recuerdo, un olor a destilería clandestina, un pequeño montón de cenizas, no más grande que las de un cenicero a última hora de la noche, y su cigarrillo, que, por cierto, estaba entero y aun humeaba. Pobrecillo- dijo uno- fumando hasta su último momento- a lo que le dijo otro que allí se encontraba, -si es que tenía mucho vicio, no ha podido dejarlo ni muerto-. Y es que el Antonio era mucho Antonio, tenía solo tres vicios, decía él, las mujeres, el vino, con sus derivados en su más amplia gama de colores, olores y sabores, y el tabaco, en este vicio, era fiel a su picadura, sin boquilla y apurado hasta que sentía que se quemaba el labio inferior, pues tenía una habilidad innata, el cigarrillo se quedaba fijo desde que lo encendía hasta que se apagaba en su labio inferior, que ni el Lotcite ese.
Llamaron al Ole, el dueño del bar, y le pidieron una escoba, un recogedor y un botellín de cerveza vacío. -A buen seguro-, dijo uno, -estará tan agustito metido dentro-, aunque su debilidad era el orujo, nunca hizo ascos a nada que estuviera embotellado, bueno, solo al agua, que solo la empleaba para lavarse la cara, eso sí, cerrando muy bien la boca, no fuera a tragarse algo, y a veces, dicen las malas lenguas, que hasta se duchaba. -Pero hombre- apuntó Andrés, el juez de paz, allí presente (curioso lo de este hombre, se tomaba tantos vinos al día como años estaba en el cargo, quince exactamente, estaba en ese momento en su decimotercer aniversario), -lo pertinente sería llamar al médico- al que persuadió el Pepe -¿pa qué?, ¿pero pa qué? ¿pa hacerle una transfusión de sangre?- y Andrés -bueno, pues a la pareja de la guardia civil- y el Pepe -¿pa qué? ¿pero pa qué?- con las ganas que tenían ellos de que les dejará en paz, a lo que el juez de paz, mu serio él, le dijo, -pos pa darles una alegría aunque nada más sea, se lo han merecido los pobrecillos, ¡con las que les ha preparao! Y si no, pues, al señor cura para que le de la Santa Extremaunción- y Pepe, contradiciéndole de nuevo-¿pa qué? ¿pero pa qué? eso, solo es aceite, a ver si se prepara otro incendio, si le trajera vino de la eucarística a lo mejor le gustaría al pobre Antonio. Nada, nada, lo recogemos, lo metemos en el botellín y le dejamos en la estantería del bar y aquí no ha pasado nada.-
Y así lo hicieron, y tooos contentos, dicen que el Ole, todas las mañanas, nada más abrir el bar, moja sus cenizas con un chorrito de aguardiente, también dicen que sus cenizas, siempre, siempre, están secas.
Y estas son las historias de un pueblo, un pueblo cualquiera, unos protagonistas cualquieras y un difunto, no cualquiera, era el pobre Antonio, que el dios Baco le acoja, no en su seno,mejor que le tenga en su bodega.