Esta tarde haciendo unas patatas asadas al fuego de una chimenea, su aroma me transportó en el tiempo a mis años de juventud, faenando en el campo, junto a mi padre, sacando patatas. Tardes grises de otoño, olor a tierra húmeda, vientos frescos anunciando el invierno y atardeceres color sangre. Durante la tarea, prendíamos las matas y un poco antes de terminar el día, apartábamos unas ascuas de ese fuego y enterrábamos en ellas esas patatas pequeñas, las llamábamos marraneras, pues se las dábamos cocidas a los marranos para comer, y seguíamos a la labor, desenterrando las patatas para pasar el año, grandes a un lado, pequeñas a otro, sin prisas, con esfuerzo, sintiendo la tierra bajo tus pies y como agradeciendo la cosecha buena o mala, pero siempre bienvenida.
Mientras se asaban, el humo del fuego y los aromas de las patatas inundaban como una niebla el campo donde trabábamos y nos daban la señal de estar asadas. En esas horas, el apetito y el frío apretaban lo suyo y junto a la hoguera confortante íbamos sacándolas y apenas con un poco de sal y un mendrugo de pan, nos las íbamos comiendo. ¡Joder como estaban! Esa piel ligeramente tostada, con una costra que crujía entre nuestros dientes, inundando nuestro paladar de fuego y placer al mismo tiempo, si que quemaban, si que salían llenas de ceniza, pero ......
¡Ah! esos pequeños momentos tan simples, sin trascendencia ninguna, de esos años jóvenes de experiencias pero grandes ahora en el recuerdo. Y es que a veces la vida pasa tan deprisa que pasa inadvertida o tal vez no se abren los sentidos en su plenitud para que esos pequeños momentos sean grandes y más si les juntamos y entonces nos damos cuenta de que esta vida está formada de esos pequeños momentos.
Este pequeño párrafo se lo dedico, desde lo terrenal, a mi padre Luciano, alguien que estaba ligado profundamente a su familia, tierra y paisanos.
Mientras se asaban, el humo del fuego y los aromas de las patatas inundaban como una niebla el campo donde trabábamos y nos daban la señal de estar asadas. En esas horas, el apetito y el frío apretaban lo suyo y junto a la hoguera confortante íbamos sacándolas y apenas con un poco de sal y un mendrugo de pan, nos las íbamos comiendo. ¡Joder como estaban! Esa piel ligeramente tostada, con una costra que crujía entre nuestros dientes, inundando nuestro paladar de fuego y placer al mismo tiempo, si que quemaban, si que salían llenas de ceniza, pero ......
¡Ah! esos pequeños momentos tan simples, sin trascendencia ninguna, de esos años jóvenes de experiencias pero grandes ahora en el recuerdo. Y es que a veces la vida pasa tan deprisa que pasa inadvertida o tal vez no se abren los sentidos en su plenitud para que esos pequeños momentos sean grandes y más si les juntamos y entonces nos damos cuenta de que esta vida está formada de esos pequeños momentos.
Este pequeño párrafo se lo dedico, desde lo terrenal, a mi padre Luciano, alguien que estaba ligado profundamente a su familia, tierra y paisanos.