-Ya estás en tu pueblo cariño, ya estás en tu pueblo-

Con sus setenta y ocho tacos regresaba, ya para siempre, a su pueblo. Ese coche negro lo trajo rodeado de coronas y ramos de flores, de esas flores que nadie quiere que lleguen de esa manera, su mujer junto a nuevas generaciones lo acompañaron, estas ya de la gran ciudad donde luchó por ellas, pues en el pueblo ni podía luchar siquiera. Su vida transcurrió a cien kilómetros de su pueblo físicamente, emocionalmente nunca lo abandonó, su lucha fue por su familia, porque tuvieran algo y allí donde los acogieron, aun sintiéndose forastero, fundó un nuevo hogar y con muchos sacrificios puso en camino a sus hijos y fue haciéndose, de nuevo, una pequeña casa en el pueblo para esas vacaciones o ese fin de semana que daba de sí un poco más por ser fiesta en la ciudad. Un día volvería, ya jubilado, a pasar sus últimos años, madrugar para oler esas cebadas ya crecidas que como olas del cantábrico mece ese viento, invadiendo de buenos augurios la buena cosecha de ese año. Él ya no tenía tierras de labor pero se sentía pletórico sintiendo ese perfume que le embriagaba de recuerdos de juventud. Las cosas cambiaron y los hijos trajeron nietos, bienvenidos sean, pero todas sus ilusiones se quedaron en desilusiones. Los hijos, junto a sus mujeres, intentando abrirse paso en esa maraña de ciudad debían trabajar y a esos nietos queridos les tendrían que atender hasta la llegada de sus padres. El aplazamiento de irse a su pueblo en su jubilación debería retrasarse hasta ver a esos nietos ya mayorcitos, esta generación hizo de geriátricos para sus padres y de guarderías para sus nietos, de padres, apenas el trabajo les dejó ejercer, por eso ya de jubilados ese amor lo volcaron con sus nietos. Triste y cruel destino que a veces juega con nosotros, la muerte le llamó antes y con tiempo, por fin llegó a su pueblo y entre el tañir entrecortado de esas campanas una voz rota por el dolor.

-Ya estas en tu pueblo cariño, ya estas en tu pueblo-


Si efímero es un atardecer, el nuestro nos llega en un suspiro, tal vez el último, el más largo de nuestra vida, porque nos damos cuenta que desperdiciamos muchos amaneceres.


Desde aquí podéis leer la primera parte de esta entrada que se publicó el 29 de febrero de 2008.