Un juego antiguo que todas las noches se produce, sus sombras proyectadas sobre esas paredes, otro leño, otro chisporrotear de la lumbre, el perolo de barro con agua junto al fuego se sofoca y empieza a desprender vapores muy lentamente, los dos únicos platos de la cena, esos de porcelana decorados con flores, esperan en la pila gris al siguiente día para lavarse, no hay prisa, el tiempo casi es eterno en esa casa y van para cincuenta años solos. 
Ella, enlutada desde la muerte de sus padres, con su toquilla de siempre echada sobre sus hombros, sentada en la banca, él, con esa boina colocada de medio lado y con ese traje de pana, ya tan pasado y remendado tantas veces sentado en un taburete cerca la leña para no levantarse al atizarla.
Encogidos y encerrados, cada uno en sus pensamientos, ven pasar el tiempo ¡tan lentamente! No se hablan pero se oyen, no se miran pero se ven y eso es suficiente, de vez en cuando la estancia se anima, un tronco se cae de la pila del fuego y de inertes, pasan a un tímido baile proyectado sobre la pared, él mecánicamente, coge las tenazas y lo vuelve a su antigua posición, una y otra vez lo mismo, ¡durante ya tantos años!


La estancia no es muy grande, una ventana de madera, ya oscura como la noche, tiembla y aulla al ritmo del viento del invierno por sus rendijas,las maderas del techo ahumadas casi como el hogar que lo templa, su mobiliario es sencillo, una mesa de madera de pino, con sus taburetes en un rincón,y una pequeña banca pegada junto a las paredes, esas paredes ya de un color rancio, ya hace años que no la galvieganEn la alacena, cerrada con esas puertas de alambrera bien tupida para evitar visitas no deseadas, ocho platos de china blancos, decorados con un motivo de un intenso azul cobalto, cuatro más de blanca porcelana decorados con flores, cuatro perolas de chapa esmaltadas en porcelana roja con algún remiendo que otro hecho por los componedores, quince cubiertos cada uno de un padre y una madre y los cuchillos tan afilados que apenas queda hoja,  en el cajón de la mesa, junto a la hogaza de pan de hace ya tres días,el panadero dejo de pasar a diario por una vez a la semana.


El marido rompe el silencio después de horas,
-¡ya parece que se notan los días!-
-ya sabes, para San Sebastián una hora más- dice ella.
Y, sin mediar una palabra más, se levantan y juntos y se dirigen a la alcoba,dándose la espalda, lentamente se desnudan y se dejan caer en esa cama de negros hierros y blanca alma, apaleada por primavera para desentrañar todos esos pesares soportados en esas noches de invierno, no se dicen buenas noches, no se necesitan tampoco, pero cada uno, exhorto en sus pensamientos, -¡por Dios, no me dejes sola! se lamenta 
ella.
-¡por Dios, hasta cuando quieras! implora él.
Pero bien saben los dos que juntos terminaran esta vida y de nuevo juntos emprenderán esa otra, que dicen que no es vida,pero se descansa de esta.